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El Caballero de Monterrey (Leyenda)

El Caballero de Monterrey (Leyenda)

Juan de Acuña, era un noble caballero gallego al servicio de los Condes de Monterrey, señorío situado en las lejanas tierras regadas por el rio Tamega y fronterizo con el reino de Portugal. Este noble varón, abandono las tierras de su señor formando parte de una embajada que con deseos de paz y buena voluntad, se dirigían al castillo de Monforte, en tierras del valle de Lemos.
Ya en camino por tierras del señorío de Maceda, sobrevino una tormenta tan fuerte que los retuvo por espacio de dos días en dicha villa, para reponerse y recuperarse de los sufrimientos pasados, y dar tiempo a reagruparse a los que se habían separado del grupo durante la tempestad.
Como quiera que fuese, el caballero de nuestra historia quedo prendado de una hermosa joven llamada Inés, cuya belleza rivalizaba con las mas bellas rosas y cuyos rubios cabellos eran semejantes al color del oro viejo o al de los trigales en sazón. Lo mismo le paso a la bella niña. La apostura y gallardía del joven galán despertó en la inocente criatura, pensamientos y emociones no sentidos hasta entonces. En su ardiente y puro corazón, había surgido un amor tan intenso, que solo la muerte podría consumirlo.
Al enterarse de estos amores, el padre de la hermosa joven, acudió a presencia del caballero, para rogarle que partiera al momento y se olvidara de sus locos amores por la persona de su hija, alegando que motivos de raza y religión lo demandaban al ser como eran de raza judía.
Despuntaba el día, cuando partió, muy a pesar suyo el pobre caballero, sin tiempo para despedirse de su amada, pero prometiéndose a si mismo que al termino de su  cometido volvería a buscarla. 
La joven se dio cuenta de esta marcha desde las altas celosías de sus aposentos, y sin perdida de tiempo bajo corriendo las escaleras requiriendo a su dueña y a un paje de su confianza. Mando que preparases los mejores caballos de la cuadra de su padre, para salir al momento tras la comitiva de su amado, de la cual en la lejanía y entre el polvo que levantaban sus monturas a un se divisaban sus banderas y estandartes.
No fue fácil convencer a la dueña y al pequeño paje de la loca y peligrosa empresa de su señora, pero pudiendo mas el cariño que sentían por la infeliz niña que al temor a la cólera de su padre, cedieron a sus ardientes deseos y procurándose una fiel escolta de seis hombres de armas que a su padre servían, salieron tras las huellas de Don. Juan, tres horas después de la partida de este.
Ya estaba declinando el sol cuando se pararon en las alturas del paraje conocido como Las Landas de Pedhome, desde cuyas alturas se divisaba el hermoso paisaje del Rio Sil y su puente de barcas, el cual, en las épocas en que el Sil bajaba con poco caudal, se tendía para que los viajeros pudieran pasar cómodamente a tierras del condado de Lemos.
Al ver a Don. Juan, que con atenta mirada vigilaba el paso de su gente al otro lado, la inocente criatura creyéndose traicionada y abandonada por su amor, se acerco al borde de la abismo, desde donde con voz serena y clara grito el nombre de Don. Juan.
Sorprendido este al oír la amada voz, miro en la dirección en que esta sonara y con el corazón encogido todavía pudo ver a su dama saltando al vació. El grito de Dña. Inés, pronunciando el nombre de su amado, retumbo de peña en peña perdiéndose sus ecos en las fragosas profundidades del cañón que forma el cauce del Rio Sil.
El joven corrió trepando desesperado hacia el lugar donde viera caer a la desgraciada muchacha, y llegando a su lado se arrodillo y tendiendo sus manos asió las de Doña. Inés, quien con  enamorados ojos y pálido semblante le miraba. Que angustia y dolor intenso experimento el pobre caballero, viendo que su amada lentamente en sus brazos agonizaba.
Sacando de su vaina una afilada daga de anchos gavilanes, Don. Juan clavo su empuñadura en tierra y apoyo la aguzada punta en el lado izquierdo de su pecho. Luego,  lentamente, se fue inclinando sobre el frio acero hasta que sus labios se unieron con los exangües y sangrantes labios de su amada. 
Los que corriendo tras el caballero llegaron al lugar de la tragedia, solamente tuvieron tiempo de escuchar dos suaves suspiros que fundiéndose en uno solo: Unió para siempre a los infelices amantes.
En la quietud de los luminosos y cálidos días de verano, cuando la brisa mece la hierba, y el dulce y armonioso gorjeo de los pajarillos hacen eco al zumbido que emiten las laboriosas abejas libando las flores que con mil aromas perfuman la tranquila campiña, las gentes del lugar juran, con la mano sobre su corazón y ante la sagrada imagen de un Cristo; que si abres tu mente y escuchas con tu corazón: Podrás oír en esa atmósfera pura y cristalina, como extrañas y misteriosas voces susurran dulcemente el nombre de los desdichados amantes. .
Mel Domuro
Foto:Google.es
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