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La Dama de Santa Cristina 2 (Leyenda)

La Dama de Santa Cristina 2 (Leyenda)

     Desperté al volante de mi viejo automóvil, en las cercanías del pueblo de Parada de Sil, cuando el sol despuntaba por las cresterías del cerro de Triguas, y la tibieza de sus primeros rayos caldean e iluminaban las viejas piedras de la pequeña capilla que corona su cima; al tiempo que hacen retroceder las oscuras tinieblas que pueblan las vertientes de Sacardebois y Espiñas. 
   Sentía mi mente abotargada y la lengua seca. Era como el desconcertado despertar, de una inmensa borrachera. 
    Me sentía mal, las sienes me pulsaban y el corazón seguía latiendo apresurado en mi pecho, causándome una sensación de molesto sofoco.
Poco a poco, como saliendo de una enmarañada y espesa bruma, mi consciencia fue dilucidando y haciéndose cargo de la situación. Los recuerdos de la noche pasada volvían nítidos a mi, no obstante no lograba recordar, el modo en como había llegado hasta donde ahora me encontraba.
      Necesitaba un buen café.. Un café bien cargado, que me ayudase a despejarme y poner en orden mis ideas.
       Con esta pretensión en mi cabeza, di vuelta a la llave del contacto y el motor se puso en marcha con suave ronroneo. 
Avanzando a marcha moderada por la estrecha vía, hice mi entrada en el pueblo por su parte Oeste.
       Un restaurante y un supermercado quedaban a mi izquierda, en una amplia explanada flanqueada por la casa consistorial y diversas viviendas. Esta rodeada por un paseo asfaltado, y en ella, desde tiempo inmemorial, crecen tres o cuatro viejos robles cuyas fuertes y tupidas ramas sombrean el entorno, en el cual se enmarcan también: Una capilla y un pequeño parque infantil.
       Infinidad de blancas y amarillas margaritas salpican el verdor del césped del cual emergen a su vez dos pequeñas estatuillas de terracota, mientras que en rincones más alejados, entre lavandas y siemprevivas, crecen lozanos los rosales que sazonan el aire con la dulce fragancia de sus blancos, amarillos o rojos claveles.
      Desafortunadamente, ambos locales se hallaban cerrados, por lo que seguí rodando lentamente hasta llegar a un cercano cruce, en el cual, permanecí un rato detenido tratando de orientarme.
       Sin pensarlo dos veces, gire a la izquierda adentrandome en el pueblo.
      A mi derecha, se habré una reducida plaza al final de la cual se ve el arranque de una calle la cual baja en pendiente hacia un extremo del pueblo y en la cual, vislumbre el apagado letrero de un Restaurante.
     En esta plaza se yergue una estatua que muestra las figuras de un adulto y un niño, de los cuales solo distingo sus perfiles ya que la pálida claridad de la aurora los alumbra por la espalda, dejando sus facciones sumergidas en una suave penumbra. 
    Esta plazuela esta franqueada por un pequeño hotel de turismo rural, un bar y la oficina de correos. La carretera -convertida en calle principal desde su entrada en el pueblo- se desliza lamiendo las casas en un corto tramo curvo a la izquierda y desemboca en una plaza mayor, luego haciendo una angosta curva entre dos viviendas, se pierde entre las edificaciones camino de las riberas del rió Sil.
     Estacione mi automóvil ante la fachada de un restaurante, cuyas puertas y persianas permanecen cerradas a esta temprana hora de la mañana. Un conjunto de mesas y sillas de plástico con el anagrama de una conocida marca comercial grabado profusamente en ellas, permanecen apiladas unas sobre otras arrimadas a la pared; mostrando sobre su blanca y roja superficie una leve patina de humedad debida al roció de la madrugada.
Desciendo del automóvil, y apoyado indolentemente en su carrocería contemplo el entorno que me rodea. El sol a emergido un poco más sobre el horizonte, y ahora sus todavía débiles rayos inciden y hacen resplandecer con crecientes fulgores, los embellecedores metálicos de las chimeneas.
      A mi lado, el suave gorgojeo del incesante y caudaloso manar de una fuente-lavadero, techada con tejas de cerámica y madera añeja, parece poner música de fondo a los gráciles trinos que partiendo desde las las tupidas enramadas de un grupo de añosos plataneros diseminados por la plaza; prestan un halo de poética belleza y serena tranquilidad: a tan temprana hora de la mañana.
      Desde algún lugar cercano, un gallo lanza al aire su desafiante canto, mientras que del otro extremo del pueblo llega el furioso ladrido de un perro.
      Después de esto, un placentero silencio -roto tan solo por el grato fluir de la fuente- se extiende sobre la plaza en la cual, poco a poco, la rosada claridad de la aurora va ganando terreno y dibuja los objetos situados en las zonas más sombrías, mientras que las farolas del alumbrado publico van gradualmente apagándose.
      Un leve ruido que se produce en un punto situado al fondo de la plaza, llama inmediatamente mi atención, sacándome de la leve abstracción en la que me encontraba.    

  En la fachada en sombras, una puerta se había abierto y durante unos breves instantes, una figura humana se perfila en el iluminado vano para luego desaparece en su interior.
     Sin más preámbulos, recojo la bolsa con mis cámaras del asiento trasero y cierro este con una leve pulsación sobre el mando electrónico, luego camino a paso rápido por la bien empedrada plaza hacia la difusa luz que me sirve de faro.
       Un pequeño muro de contención, que se levanta a mi izquierda deja la plaza a dos niveles. Embutida en el, hay una corta escalera que da acceso a la pequeña explanada donde se hallan los viejos plataneros, y a mi derecha se habré un corto y nubloso túnel, al final del cual se perfila la suave claridad de la aurora.
      En la fachada del edificio brillaban tenuemente cuatro faroles de hierro forjado. Uno en cada esquina del frontispicio y dos en el centro. Estos últimos servían de iluminación a un artístico rotulo situado bajo un corredor volado y cerrado con balaustres de madera torneada, el cual, recorre de lado a lado la fachada del primer piso.
    Tendría unas dimensiones aproximadas de cincuenta centímetros de alto por dos metros de largo, y en el se veía una corza mirando al frente mientras rumiaba un bocado de jugosa hierba, cuyas briznas todavía asomaban por un costado de su boca; mientras que algo más alejado, un corzo macho de soberbia cornamenta, ramoneaba plácidamente con el hocico enterrado en la hierba. En la lejanía, sobre el difuminado contorno de unas redondeadas colinas en sombras se iba ocultando un rojizo sol, cuyos postreros rayos le prestaban a todo el conjunto un cálido color dorado.
     Formando un arco sobre esta estampa, podía leerse en artísticas letras de un desvaído tono amarillo, ribeteadas de rojo oscuro el nombre del local:
                                                POSADA DE LA CORZA DORADA.
     Era una bella fachada  a la cual ,se le había dado un aire propio de las posadas antiguas y para el cual se había elegido piedra y ladrillo visto, que combinado con un entramado de oscurecidas maderas de roble y nogal le confieren un aspecto de calidad y elegancia.
    Por debajo de la recia puerta de roble y por entre las rendijas de las artísticas celosías que formaban el amplio ventanal que se habría en la casi totalidad de la fachada, se filtraba la claridad al exterior dibujando irregulares trazos de luz en el suelo de la asfaltada calle.
   Sin más, empuje la puerta y entre en el local.
  La sala es amplia y espaciosa, y se allá iluminada por una tenuemente claridad proveniente de las numerosas palmatorias de gruesos velones, que se encuentran repartidos por zonas estratégicas del local. No deje de pensar que este tipo de iluminación estaba fuera de lugar en los tiempos que corrían, pero bien podría tratarse de un elemento más en la decoración del local.
    La estancia esta dividida en dos por una suave sucesión de tres arcos de medio punto, que la recorren de Este a Oeste y los cuales le dan magnitud y unidad a ambos espacios, que se hallan profusamente ocupados por mesas y sillas de oscura y recia madera.

    La puerta se cerro suavemente a mis espaldas, y encamine mis pasos hacia la barra que ocupaba todo el paño de la pared este; desde el arranque de los arcos hasta casi tocar el amplio ventanal de la fachada. Esta, esta bellamente construida con piedras sin labrar asentadas en argamasa, y coronada con gruesos tablones de castaño labrado y ya oscurecidos por el tiempo.
     Me acerque a la barra y di dos suaves palmadas en ella, tratando de llamar la atención de la persona encargada del local.
  Mientras esperaba, apoye mi espalda en la barra y deje vagar perezosa, mi mirada por la sala donde existe una gran pulcritud y se respira gran refinamiento y belleza.
    Las mesas desnudas, sin mantel, reflejaban las luces de los gruesos veladores cuya llama ante la ausencia de corrientes de aire se mantenía erguida sin oscilación alguna.
    Sobre una apagada chimenea situada en el rincón más alejado de la sala, una gran panoplia con gran diversidad de armas blancas en su interior, se allá rodeada por trofeos de caza, armoniosamente distribuidos..

(Extracto)

Mel Domuro.

Declaro bajo juramento formal que todo lo que subo a este blog, es de mi autoría y soy dueño de todos los derechos...excepto los que manifiesto ser de otro autor.

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