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El "Mouro" (La Leyenda de Inesita) 1

El "Mouro" (La Leyenda de Inesita)  1


Hacia calor, mucho calor en aquella temprana hora de la mañana, en la cual Benito Basante ascendía pesadamente desde el arroyo de Castrelo hacia las peñas de Pédhome.
Quemaba el sol.
Quemaba talmente, como si el mismísimo fuego del infierno caldeara la tierra en aquellos instantes. Venia cansado, extenuado de trepar por la abrupta pendiente donde de continuo tropezaba y resbalaba con las raíces y las pequeñas piedras sueltas que lo poblaban.
Al llegar a lo alto de la pendiente, se desvió del sendero buscando la protectora sombra de una de las altas peñas que como eternos centinelas, contemplan el lento fluir de las aguas del rió Sil, que reverberaban como dagas de plata, al incidir los rayos del sol sobre su placida superficie. Cansinamente, dejo a un lado de la roca protegiéndolo del sol, el abultado fardo que traía sobre sus hombros. Se quito el ajado y negro sombrero de grandes y caídas alas, y se paso un sucio pañuelo tratando de secar el copioso sudor que empapaba su cabeza cubierta por un finísimo y ralo cabello, el cual sobre la base de su nuca daba la impresión de ser como un suave plumón de pájaro.
Era Benito un hombre ya bien entrado en la sesentena, menudo de cuerpo pero todavía fibroso y enérgico, de grande y halconada nariz que parecía sobresalir todavía más por lo enjuto y correoso de su mal afeitado y bronceado rostro.
Muy sensato en sus maneras y tratos con los demás, era muy apreciado por todos. Sus ojillos pequeños y chispeantes de un color azul muy intenso, casi irreal, despedían reflejos violetas bajo las hirsutas y albinas cejas; dando confianza y seguridad a quienes los miraban.
Había pasado por numerosas e infortunadas vicisitudes para alimentar a su familia, compuesta de su esposa y dos hijos de los cuales uno, el mayor, cuidaba ya de su propia familia; mientras que la menor una joven menuda y agraciada aun no se había liberado de la tutela paterna.
Abstraído miro hacia la «Peña del pobre», luego dejo resbalar su mirada ribera abajo sobre los viñedos, los cuales dispuestos en escalonadas terrazas descendían por las laderas hasta tocar las aguas del rió. Todo era quietud y sosiego. No se veía a nadie trabajando, en aquella calurosa mañana del mes de agosto.
Destacándose sobre las vides se veían manzanos, perales y una gran diversidad de arboles cuyos frutos, junto con los brillantes y llenos racimos de uvas maduraban sosegadamente al sol. De cuando en cuando, el agudo chillido de una pareja de águilas llegaba nítido rompiendo la calma desde las alturas.
El suave zumbido de las abejas, entremezclado con el canto de los grillos y el intenso aroma de la menta y el espliego, cuya matas de rosáceas y moradas flores creciendo aquí y allá, entre carpazos y carqueixas, dotaban de una singular belleza las ascendentes landas de Pédhome, y concebían un cumulo de gratas sensaciones en aquella atmósfera sin brisa.
A la sombra del roquedal, sentía como sus parpados le pesaban y se cerraban ajenos a su voluntad. Mirando por entre las pestañas, diviso al otro lado del rió los rojos tejados de las casas de San Martiño de Anllo, luego sus ojos fueron descendiendo por la depresión que forma el arroyo Xabrega y siguiendo su curso pudo distinguir algunos molinos desde donde llegaban hasta el apagados por la distancia, voces y gritos de personas que en ellos se afanaba en cumplimiento de sus cotidianas labores.
Sus ojos por fin se detuvieron en la pequeña catarata que forma el Xabrega cuando entrega sus aguas al rió Sil.
Se santiguo fervorosamente, al recordar viejas consejas de su niñez que hablaban de aquel lugar. Una de ellas contaba de como el diablo pacto con algunos ambiciosos clérigos del cercano monasterio de San Esteban para hacer un puente en aquel lugar. A estos, les interesaba poder pasar fácilmente al otro lado porque todos los viñedos y sotos que se extendían a lo largo de las riberas eran propiedad el monasterio, y al diablo le interesaba corromper el alma de los siervos de Dios. Sin dilación, comenzaron las obras en la misma desembocadura del Xabrega, donde cuentan que había una fuerte corriente.
No se sabe con certeza que ocurrió o que parte fue la rompió el demoníaco pacto, pero lo cierto fue que los cuerpos de aquellos monjes aparecieron esparcidos por el lugar con graves quemaduras y mutilaciones, las cuales dejaban ver los brillantes y putrefactos huesos. Debido a su pacto con el maligno, fueron enterrados en un pequeño calvero existente a poca distancia. Este emplazamiento antes prospero y fecundo, fue languideciendo día a día hasta convertirse en un yermo pálido y doliente.
Después de estos trágicos sucesos, la construcción del puente se paralizo y el proyecto quedo abandonado. Año tras año las fuertes crecidas del rió fueron minando su estructura hasta derruirlo por completo excepto un pequeño pilar el cual, en la época del estío, emerge erecto y desafiante sobre la superficie de las aguas.
Cuentan que en la noche de San Juan, suenan afligidos y dolientes lamentos en aquel lugar, y que a la pálida luz de la luna se alzan de sus lóbregos sepulcros, mal envueltos en los despojos de sus descompuestos hábitos -bajo cuyos pliegues se vislumbran todavía, hediondos y pútridos jirones de carne colgando de sus cerosas osamentas- los esqueletos de antiguos clérigos que perdidas sus almas danzan alrededor del derruido pilar, sobre el cual se halla encaramado un gran macho cabrío, de encendidos y llameantes ojos.
Esto pudo saberse, merced a un extraviado viajero, que en tal nefasta noche intento cruzar el vado de Besteiros y el cual fue encontrado al día siguiente, con los cabellos completamente blancos y agonizante en el paraje de «O Marcote». Lo encontraron los hermanos Juan y Elías Castro dos vecinos del pueblo de Loureiro, a los cuales antes de morir pudo relatar aquella extraña historia.
A pesar del sofocante calor, sintió un leve ramalazo de frio interior que erizándole el vello del cuerpo recorrió su espina dorsal y termino con un ligero espasmo en sus genitales. Miro hacia el fondo del cañón, todo estaba tranquilo. No había ni rastro del bueno de José Martínez, hombre de mediana edad y veterano de la ultima guerra Carlista, en la que combatió al lado del pretendiente al trono formando parte de las guerrillas del cura Santa Cruz. Cayo herido en la batalla de Belabieta, y más tarde regreso a su tierra sin un pie de menos, pero portador de una abultada bolsa que le permitió establecerse como barquero en el paso del Xabrega. Se lo imagino resguardado del calor, a la sombra de los frondosos Alisos que sombreaban el pequeño embarcadero.
Una lagartija que plácidamente tomaba el sol sobre la caldeada roca llamo su atención. Benito hizo un ligero ruido chascando la lengua, mientras agitaba su mano en el aire. El pequeño saurio levanto alarmado la diminuta cabeza, y con una corta pero rápida carrera desapareció por una grieta.
Se rio entre dientes y volvió su atención al fondo del la ribera.
–Buen día, tenga usted..
Su sobresalto fue mayúsculo. Dio tal respingo, y tan rápidamente se puso de pie, que mismamente pareció notar que sus omóplatos se le iban a salir por los hombros, a causa del fuerte tirón muscular que experimento.
–B-B-uenos días nos de Dios.. -respondió asustado, sin conocer todavía la naturaleza y el porte de su interlocutor.
Poniendo su mano a modo de visera, pudo distinguir a contraluz, la alta figura de su dialogador. Este se movió un poco hacia su izquierda, y nuestro buen hombre pudo verlo a sus anchas. Era un hombre fornido, pero no grueso, alto, de tez oscura y unos serenos y bellos ojos azules; separados por una fina y bien formada nariz ligeramente halconada. Su altiva cabeza estaba cubierta por una tupida mata de dorado cabello, el cual resbalaba por su nuca en suave y rizosa cascada, hasta descansar en sus anchos hombros..
Vestía calzones oscuros compuestos de lino y lana, los cuales -sujetos a su cintura por un ancho cinturón de cuero dotado de plateada y repujada hebilla- estaban provistos de finos cordones que enhebrados en unos pequeños ojetes, descendían por el lateral de las perneras y se anudaban por encima de sus tobillos allí mismo; donde terminaba el cuello de sus ligeras botas de piel de cabra. Cubría su torso con una recia camisa de lino, abierta en su parte frontal, y provista de una línea de bolas de lino en forma botones para su cierre. Disponía de grandes cuellos y manga larga de dobles puños, los cuales se recogían en diminutos pliegues y se ajustaban con un pequeño botón de metal, alrededor de sus gruesas muñecas. Encima de esta, vestía un fino chaleco de piel de oveja. v Sonreía. Una sonrisa franca y confiada que dejando ver unos blancos y sanos dientes, desprendía paz y sosiego.

Mel Domuro..

Copyright de la foto-  https://sorianoticias.com/noticia/2021-05-02-ilustraciones-de-ensueno-para-engalanar-la-leyenda-del-monte-de-las-animas-77816

Declaro bajo juramento formal que todo lo que subo a este blog, es de mi autoría y soy dueño de todos los derechos…excepto los que manifiesto ser de otro autor.

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